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Las primeras cerillas se vendieron en 1850 en Londres.

Las Cerillas, supersticiones y manías que existen alrededor de ellas. Costumbres Populares.

Como es sabido, encender tres cigarrillos con la misma cerilla no conduce a nada bueno. También se afirma que si tras haberlo intentado dos veces no se enciende una cerilla, ello indica la proximidad de buena suerte y augurio de ventura; y si al arrojarla al suelo nos apercibimos de que sigue encendida, las probabilidades de que recibamos dinero se multiplican; asimismo es augurio de que se avecina buena compañía.

No se debe rascar la cerilla contra el pantalón, para encenderla; barrunta desgracia. Asimismo se cree que el ama de casa que rasca la cerilla contra el culo de la sartén se expone a no dar pie con bola en la cocina; sin embargo, encenderla raspando contra la pared anuncia buenas noticias o recepción de un documento importante.

No hace falta hacer hincapié en que el hecho de que se apague antes de haber podido usarla indica decepción. Hay que recordar que las primeras cerillas se vendieron en 1850 en Londres, y que su encendido implicaba peligro; su chisporroteo quemaba el vestido, por lo que en la segunda mitad del siglo XIX el austriaco Krakowitz sustituyó la madera por un tranzado de fibras de algodón impregnadas en cera, de donde surgió el término ‘cerilla’, por contenerse esa sustancia junto a la cabeza de fósforo para que mejor prendiera la chispa, teniéndose acaso in mente el latín cerula = vela de cera muy delgada.

En cuanto al uso del término, en castellano, resulta sorprendente que mucho antes de que las cerillas existieran el pintor y escritor cordobés de finales del siglo XVII, Acisclo Antonio Palomino escribe ‘Pegarle fuego con una cerilla, y dejarle arder hasta que se consuma el fuego’. En el XIX ya estaba introducido el término, que alternó con el masculino ‘cerillo’.

Antonio Flores, costumbrista madrileño de la época, habla de ‘cerillas fosfóricas’. Con anterioridad, el vocablo había tenido usos semánticos distintos. En La Celestina, de Fernando de Rojas, era un afeite más, uso que también da el vocablo Francisco de Quevedo en el primer cuarto del siglo XVII: ‘Dándose con el solimán en los cabellos, con el humo en los dientes, y la cerilla en las cejas’.