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A la sombra de un abanico se daba ánimos a un galanteador.

Abanico.

Que el abanico abierto trae mala suerte es convicción universal y práctica universal acaso generada en España la pretensión de adivinar el futuro consultando sus varillas; a ese fin se hace corresponder cada una de las piezas que forman su armazón con las palabras ‘oro, plata, cobre y nada’ la última da respuesta a la pregunta formulada: ‘Me casaré pronto, me quiere mi novio, me pondré buena’.

Las muchachas casaderas deseosas de conocer detalles sobre el futuro consultaban al abanico a principios de siglo en lugares de Cataluña, Valencia y Murcia; contaban sus varillas pronunciando en cada una de ellas las palabras ‘soltera, casada, viuda’ siendo la última varilla la que daba la respuesta.

De los usos populares se pasaba a los practicados en esferas superiores; la etiqueta versallesca prohibía mantener abierto el abanico, cuya vista repugnaba, y sólo lo permitía si era para entregar un regalo sobre sus varillas; en cualquier caso estaba prohibido abrirlo en presencia de la reina.

Un escritor del siglo XVIII, Julio Janin, escribe acerca de sus versatilidad: se sirven de él para todo; ocultan las manos, o esconden los dientes tras su varillaje, si los tienen feos; acarician su pecho para indicar al observador lo que atesoran; se valen también de él para acallar los sobresaltos del corazón, y son piezas imprescindibles en el atavío de una dama. Con él se inicia o se corta una historia galante, o se transmiten los mensajes que no admiten alcahuete’.

A la sombra de un abanico se daba ánimos a un galanteador. Tenía su lenguaje: apoyar los labios en sus bordes significaba desconfianza; pasar el dedo índice por las varillas equivalía a decir ‘tenemos que hablar’; abanicarse despacio significaba indiferencia; y quitarse con él los cabellos de la frente se traducía por una súplica: no me olvides. Una dama que se preciara no llevaba dos veces el mismo abanico a una fiesta. Isabel de Farnesio, esposa de Felipe V, no utilizó el mismo abanico dos veces: creía que hacerlo le traería desventuras.

En China el estuche del abanico denotaba autoridad, y el hombre poderoso que no hiciera gala de ese símbolo perdería el respeto de sus inferiores. Los japoneses se servían de él para saludar y colocar los regalos que ofrecían, mientras la mujer se sentía desnuda sin su abanico. Incluso los condenados a muerte recibían uno al subir al patíbulo: daba buena suerte, se decía no sin cierto sarcasmo.

María Antonieta, esposa de Luis XVI los regalaba a sus amigas, razón por la cual la Revolución Francesa relegó este artilugio como cosa de un pasado deplorable, aunque tan arraigado estaba que fue necesario buscarle un uso revolucionario, y se concibieron abanicos que al plegarse adoptaban la forma de un fúsil, siendo un motivo decorativo la escarapela tricolor.

Ya entonces se había convertido en amuleto: un pequeño abanico de cobre colgado al cuello aseguraba buena salud, y si era de oro podía prolongar la juventud. Se fabricaban para todos los usos: el luto, las bodas, de bolsillo, de salón, de jardín, e incluso abanicos impregnados en perfumes que al abrirse despedían su fragancia y daban suerte, así como traía desgracia utilizar la mano como abanico, costumbre zafia que barruntaba desdichas. Soñar con él se dice que anuncia traiciones y perfidias. Es voz de origen portugués: de abanar = aventar, del latín vannus = criba o zaranda, de donde el diminutivo ‘abanico’. No se empleó en castellano esta palabra antes del siglo XVI.